El Espiritismo nos enseña de qué modo se verifica la unión del Espíritu y del cuerpo en la encarnación. El Espíritu por su esencia espiritual es un ser indefinido, abstracto, que no puede tener acción directa e inmediata sobre la materia; necesitaba pues, un intermediario y este lo encuentra en la envoltura fluídica que forma en cierto modo parte integrante del Espíritu, envoltura semimaterial; es decir, que tiene de la materia su origen, y de la espiritualidad su naturaleza etérea.
Como toda materia, procede del fluido cósmico universal, el cual sufre en este caso una modificación especial, esta envoltura designada bajo el nombre de periespíritu, de un ser abstracto, hace del Espíritu un ser concreto, definido, apreciable por el entendimiento; le da aptitud para obrar sobre la materia tangible, del mismo modo que todos los fluidos imponderables, que son como es sabido, motores potentísimos.
El fluido periespiritual es pues, el lazo de unión entre el Espíritu y la materia. Durante su unión con el cuerpo, es el vehículo del pensamiento para trasmitir el movimiento a las diferentes partes del organismo que funcionan bajo el impulso de la voluntad y para repercutir en el Espíritu las sensaciones producidas por los agentes exteriores. Tiene por nervios los hilos conductores, así como en el telégrafo, el fluido eléctrico tiene por conductor el hilo metálico.
Cuando el Espíritu debe encarnarse en un cuerpo humano en vía de formación, un lazo fluídico, que no es más que una expansión de su periespíritu, le une al germen hacia el cual se siente atraído por una fuerza irresistible desde el momento de la concepción.
A medida que el germen se desarrolla el lazo se va estrechando, y bajo la influencia del principio vital material del germen, el periespíritu que posee ciertas propiedades de la materia, se une molécula por molécula con el cuerpo que se forma, de modo que puede decirse, que el Espíritu por medio de su periespíritu, echa en cierto modo raíces en este germen como una planta en la tierra. Cuando el germen está completamente desarrollado la unión es completa; y entonces sale a la luz de la vida exterior.
Por un efecto contrario, esta unión del periespíritu y de la materia carnal que se había verificado bajo la influencia del principio vital del germen, cuando este principio cesa de funcionar a causa de la desorganización del cuerpo que acarrea la muerte, la unión que estaba sostenida por una fuerza activa, cesa cuando esta se extingue, y entonces el periespíritu se desprende molécula por molécula como se había unido, y el Espíritu acaba por recobrar su libertad.
No es pues la partida del Espíritu la que causa la muerte del cuerpo; sino la muerte del cuerpo lo que causa la partida del Espíritu.
El Espiritismo nos enseña por los hechos que nos pone en el caso de observar, los fenómenos que acompañan a esta separación; a veces es pronta, dulce e insensible; otras, es lenta, laboriosa, horriblemente penosa según el estado moral del Espíritu, y puede durar meses enteros.
Un fenómeno particular también reconocido por la observación, acompaña siempre a la encarnación del Espíritu. Desde el momento en que se halla sujeto al germen por el lazo fluídico que a éste le une, la turbación se apodera de él; esa turbación crece a medida que el lazo se estrecha hasta que en los últimos momentos el Espíritu pierde toda conciencia de sí mismo de modo que jamás es testigo consciente de su nacimiento. En el momento que el niño respira, principia el Espíritu a recobrar sus facultades que se desarrollan al paso que se forman y consolidan los órganos que deben servirle de medios para manifestarse. En esto resplandece como en todo, la sabiduría que preside a cada una de las partes de la creación.
Facultades demasiado activas gastarían y romperían órganos delicados apenas bosquejados, de este modo su energía es proporcionada a la fuerza de resistencia de los órganos.
Pero a medida que el Espíritu recobra la conciencia de sí mismo, pierde la memoria de su pasado sin perder las facultades, las cualidades y las aptitudes adquiridas anteriormente; aptitudes que estaban momentáneamente en estado latente y que al recobrar su actividad van a servirle para hacer más y mejor que lo que antes hizo; renace en él lo que adquirió por un trabajo anterior, y la presente existencia es un nuevo punto de partida, un nuevo escalón que ha de subir. Aquí también se ostenta visiblemente la bondad del Creador, porque el recuerdo de un pasado tal vez penoso y humillante, unido a las penalidades de una nueva existencia, podría serle embarazoso y desanimarle; vuelve pues, sólo con lo que adquirió, y puede serle útil, representado por las aptitudes o facultades espirituales.
Si alguna vez conserva una vaga intuición de lo pasado, es como la memoria de un sueño fugaz e indefinido. Es pues, un hombre nuevo por antiguo que sea su Espíritu, y marcha por nuevos ensayos y pruebas ayudado con sus adquisiciones anteriores; es lo que el vulgo llama disposiciones naturales.
Cuando vuelve a la vida espiritual, lo pasado se reproduce ante su vista y juzga si ha invertido bien o mal su tiempo.
No hay solución de continuidad en la vida espiritual a pesar del olvido de lo pasado. El Espíritu es siempre él, antes, durante y después de la encarnación; esta no es más que una fase especial de su existencia.
No obstante, este olvido no tiene lugar sino durante la vida exterior de relación, pues durante el sueño, el Espíritu, desprendido en parte de los lazos materiales, volviendo a la vida espiritual y a la libertad, se acuerda no estando su vista espiritual tan oscurecida por la materia.
Considerando a la humanidad en el grado más ínfimo de la escala intelectual, como, por ejemplo, los salvajes más estólidos, uno se pregunta si es ese el punto de partida del alma humana.
Según la opinión de algunos filósofos espiritualistas, el principio inteligente, distinto del principio material, se individualiza y se elabora pasando por los diversos grados de la animalidad; ahí es donde el alma se ensaya a la vida y desarrolla sus primeras facultades por el ejercicio; ese sería por decirlo así, su período de incubación.
Llegada al punto de desarrollo máximo que tal estado permite, recibe las facultades especiales que constituyen el alma humana; de este modo habría filiación espiritual como la hay corporal.
Este sistema basado en la gran ley de unidad que preside a la creación, es preciso convenir que está conforme con la justicia y la bondad del Creador; así da una salida, un objeto y un destino a los animales; estos dejan de ser criaturas desheredadas, encontrando en el porvenir que les está reservado, una compensación a sus sufrimientos.
Lo que constituye el hombre espiritual no es su origen sino los atributos especiales de que está dotado a su entrada en la humanidad; atributos que le transforman y hacen de él un ser distinto, así como el fruto sabroso es distinto de la raíz amarga de donde ha salido.
Por haber pasado por la hilera de la animalidad, el hombre no dejaría de ser hombre; no sería animal, así como el fruto no es raíz, como el sabio no es tampoco el feto informe por el cual comenzó su vida en el claustro materno.
Pero esta hipótesis suscita muchas cuestiones que no es del caso debatir, como no lo es tampoco examinar las demás hipótesis que sobre el particular de que tratamos se han formado. Sin meternos pues a investigar el origen del alma ni la hilera por donde haya podido pasar, nosotros la tomamos desde el punto de su entrada en la humanidad, desde el punto en que, dotada de sentido moral y del libre albedrío, principia a ser responsable de sus actos.
La obligación; mejor dicho, la necesidad para el Espíritu encarnado de proveer al sustento de su cuerpo, a su seguridad, a su bienestar, le precisa a aplicar sus facultades a la investigación de los medios de conseguirlo, a ejercitarlas y perfeccionarlas. Su unión con la materia es pues útil para su adelantamiento y por esto la encarnación es una necesidad. Además, por el trabajo intelectual que hace en su provecho sobre la materia, contribuye a la transformación y progreso material del globo que habita, y de este modo, progresando él mismo, concurre a la obra del Creador, de quien es un agente inconsciente.
Pero la encarnación del Espíritu no es ni constante ni perpetua, es sólo transitoria. Al dejar un cuerpo, no toma otro en seguida, sino que vuelve a la vida espiritual que es su vida normal durante un tiempo más o menos largo; de modo que la suma del tiempo pasado en las diferentes encarnaciones es poca cosa si se compara con la del tiempo que pasa en estado de Espíritu libre.
En el intervalo de sus encarnaciones, el Espíritu progresa igualmente en cuanto aprovecha para su adelantamiento los conocimientos y la experiencia adquiridas durante la vida corporal. Hablamos del Espíritu llegado al estado de alma humana gozando de su libertad de acción y con conciencia de sus actos.
Este examina lo que ha hecho durante su existencia terrestre, repasa lo que tiene aprendido, reconoce sus faltas, forma sus planes y toma las resoluciones según las cuales piensa conducirse en su nueva existencia proponiéndose enmendar sus faltas. De este modo cada existencia es un paso en la vía del progreso, una especie de escuela de aplicación, complemento y preparación una de otra.
La encarnación no es pues un castigo para el Espíritu como algunos se han figurado, sino una condición inherente a la inferioridad del Espíritu y un medio de progresar.
A medida que el Espíritu progresa moralmente se desmaterializa; es decir, que sustrayéndose a la influencia de la materia se depura, su vida se espiritualiza, sus facultades y sus percepciones se extienden, y su felicidad está en razón del progreso cumplido. Pero como obra en virtud de su libre albedrío puede retardar su adelantamiento por negligencia o mala voluntad; en este caso prolonga por consecuencia la duración de sus encarnaciones materiales las cuales son entonces para él un castigo, puesto que por culpa suya queda en las clases inferiores obligado a empezar de nuevo la misma tarea. Depende pues del Espíritu abreviar por su trabajo de depuración sobre sí mismo, la duración del período de las encarnaciones.
El progreso material de un globo marcha paralelo con el progreso moral de sus habitantes; pero como la creación de los mundos y de los Espíritus es incesante y los progresos de estos son más o menos rápidos en virtud de su libre albedrío, resulta que hay mundos más o menos antiguos en diferentes grados de adelantamiento físico y moral en que la encarnación es más o menos material, y donde por consecuencia, el trabajo de los Espíritus es más o menos rudo.
Bajo este punto de vista la tierra es uno de los menos adelantados; poblada de Espíritus relativamente inferiores, la vida corporal en ella es más penosa que en otros, así como los hay más atrasados que la tierra, donde la vida es más penosa aún. Respecto a estos, la tierra es un mundo relativamente feliz.
Cuando los Espíritus han adquirido en un mundo la suma de progresos de que es capaz el estado de ese mundo, lo abandonan para encarnarse en otro más adelantado donde adquieren nuevos conocimientos, y así sucesivamente hasta que la encarnación en un cuerpo material no le es ya útil, viviendo por consecuencia la vida espiritual solamente, en la cual siguen todavía progresando en otro sentido y por otros medios.
Llegados al punto culminante del progreso y de la purificación, gozan de la suprema felicidad; admitidos a los consejos del Omnipotente, conocen su pensamiento y se hacen sus mensajeros, sus ministros directos para el gobierno de los mundos, teniendo a sus órdenes los Espíritus que se hallan en grado inferior de adelantamiento.
De este modo, todo Espíritu encarnado o no, sea cualquiera la jerarquía a que pertenezca, desde el menor al mayor, tiene sus atribuciones en el gran mecanismo del universo; todos son útiles al conjunto al propio tiempo que lo son a sí mismos. A los menos avanzados les incumbe como simples operarios una tarea material, al pronto inconsciente, y luego gradualmente inteligente. Siempre y por doquiera la actividad en el mundo espiritual; en ninguna parte la inútil ociosidad.
La colectividad de los Espíritus es en cierto modo el alma del universo; el elemento espiritual es el que funciona en todo y por todo bajo el impulso del pensamiento Divino. Sin este elemento no queda más que la materia inerte sin objeto, sin inteligencia, sin otro motor que las fuerzas materiales que dejan infinidad de problemas sin solución; mientras que por la acción del elemento espiritual individualizado, todo tiene un objeto, una razón de ser, todo se explica; he aquí por qué, sin la espiritualidad se choca por todas partes con dificultades insuperables.
Cuando la tierra se encontró en las condiciones termológicas propias para la existencia humana, vinieron a encarnarse en ella Espíritus; y si se admite que encontraron en ella envolturas ya formadas que no hicieron más que adaptar a su uso, se comprende mejor que hayan podido nacer simultáneamente en varios puntos del globo.
Aun cuando los primeros que vinieron aquí debiesen ser Espíritus poco adelantados por lo mismo que tuvieron que encarnarse en cuerpos muy imperfectos, debía haber entre ellos diferencias muy notables en caracteres y aptitudes según el grado de su desarrollo moral e intelectual, y los Espíritus similares se agruparon naturalmente por analogía y simpatías.
La tierra pues, se encontró poblada por diferentes categorías de Espíritus más o menos aptos o refractarios al progreso. Los cuerpos adquieren naturalmente los aires y formas correspondientes al carácter del Espíritu que los anima, y estos cuerpos reproduciéndose según el tipo respectivo, han resultado diferentes razas de caracteres físicos y morales. Los Espíritus similares que continuaron encarnándose con preferencia entre sus afines, perpetuaron el carácter distintivo físico y moral de las razas y de los pueblos, cuyo carácter no se pierde con el trascurso del tiempo sino por su fusión y los progresos de los Espíritus.
Podrían compararse los Espíritus que vinieron a poblar la tierra a esas expediciones de emigrantes de diversos países que van a establecerse a un país virgen. Encuentran maderas, piedras, y otros materiales para construir sus habitaciones, pero cada cual da a la suya un aire y distribución diferentes según su saber y costumbres; se agrupan por analogía de orígenes y de gustos, y los grupos acaban por formar tribus, y luego pueblos con su carácter y costumbres peculiares.
El progreso no ha sido pues uniforme en la especie humana; las razas más inteligentes han dejado atrás a las otras, sin contar con que Espíritus recién nacidos a la vida espiritual han venido a encarnarse en la tierra después de sus primeros pobladores, los cuales hacen la diferencia del progreso más sensible.
En efecto, no se puede suponer racionalmente igual antigüedad en la creación a los salvajes, los cuales apenas se distinguen de los monos, que a los chinos; y menos aún, a los europeos civilizados.
No obstante, estos Espíritus de salvajes pertenecen evidentemente a la humanidad; estos llegarán un día al nivel de los que les precedieron, aunque no en los cuerpos de la misma raza física impropios para cierto desarrollo intelectual y moral.
Cuando el instrumento no está en relación con su desarrollo, emigrarán de ese centro para encarnarse en un grado superior, y así en lo sucesivo hasta que hayan conquistado todos los grados terrestres, después de lo cual dejarán la tierra para pasar a mundos más, y más adelantos.
-Allan Kardec-
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